El hombre que se sienta frente a mí

12:26 p. m.

Mientras yo lo miro, él mira la ventana, su monitor da hacía una verdadera beldad.

Una muchacha de ojos grandes, verdes y brillantes, de exuberante pelo rojo y tez extremadamente blanca. Algo verdaderamente bonito, un paisaje vivo, un alguien que vale la pena admirar.

Él, abre cada mañana las persianas, se deleita en su trabajo, escribe poesía, lee artículos importantes, redacta memos, hace cartas, sonríe… sobre todo sonríe. 

Yo, que lo tengo de frente, sé todo esto, porque lo veo en su semblante, incluso veo cuando se enoja, porque se le marca una equis Una cicatriz que solo se pronuncia en ocasiones determinadas: cuando algo le desagrada o le inquieta.

A veces, no necesariamente de molestia, la equis aparece en su frente, justo ahí, encima de su ceja izquierda, es la respuesta involuntaria a una sonrisa de Leidi. Entonces, sé de manera ipsofacta, que se ha inquietado realmente.

De ese lado de su ventana brilla el resplandor, ese que encandila y llega hasta la boca del estomago. Es como cuando cierras los ojos y te pega de lleno los rayos del sol en los parpados. Así de bella es.

Pobre hombre cuando le toca girar la silla, y quedar frente a mí.

Esta mañana he hecho el ejercicio se sentarme a hurtadillas en su escritorio, aun sin abrir la ventana, gire la silla hacia mi computador. Un lugar oscuro, frío, que solo se alumbra en esa parte del corcho que tiene pegada una foto de Pablo Alborán, ese que canta “Tú y tú y solamente tú”.

Me vi allí, en mi silla, una proyección astral de tristeza involuntaria, el semblante de quien ha vuelto a perder un amor, mejor dicho, el mismo amor, el que se pierde cada marzo. Irreductible tristeza que contagia y enferma. 

Duele mirar esa proyección de insatisfacciones y desidias. A nadie le gusta la gente triste, menos si es bajita y de belleza efímera. 

Mi otro compañero de oficina, (que por cierto se sienta de espalda a mi) describe mi semblante como “una belleza rara”. No, no es rara. Es la belleza de la nostalgia. Es la belleza de la nada.

Un estado que fluctúa entre la rabia, la tristeza y un limbo raro de color parduzco... algo entre verde vomito y gris asfalto. Si las auras tuvieran color, el mío seguro fuera ese.

Lo siento, de verdad lo siento por las personas que comparten a diario conmigo, y mi aura. Ya llevo tanto tiempo siendo gris vomito, que olvide de que otro color se puede ser. Tal vez un color nos define por siempre, y matiza de acuerdo a las situaciones de la vida.

Y así, cada quien tiene su color.

Cuando él, se sienta frente a mí, su color cambia de forma automática. Adquiere mi color, deja de ser color “Leidi”. Los ojos se le apagan, no hay equis, no hay nada.

Es mejor no mirarme. Por eso siempre abre las persianas.
Si yo pudiera voltear a otro lado y no mirarme, también lo hiciera.

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